Primero fue la crisis desprendida de los ataques terroristas del 11 septiembre de 2001 en Estados Unidos que cambió todos los protocolos de seguridad aérea en el mundo y ocasionó un fuerte aumento del costo de operación; después vinieron las tensiones comerciales entre las potencias y el encarecimiento de los combustibles; y finalmente, como si fuera poco, aterrizó la pandemia, que nos dejó a todos en tierra y en casa.
Eso produjo que las empresas se vieran en dificultades y tuvieran que abrocharse los cinturones, y hasta hoy pasan por una situación muy precaria, con casos de quiebra (como Ultra y Viva Air), fusiones y reestructuraciones, por lo que las empresas se vieron obligadas a adaptarse a un entorno más complejo y cambiante.
Entonces lo que antes era una competencia por el mejor servicio pasó a ser un tema de precios, bajando los costos a costa de la comodidad. Hoy los pasajeros pagan por llevar una mochila extra o una maleta en bodega, o por cualquier cambio en el tiquete y hasta por un refresco a bordo. Las discusiones en el mostrador son rutinarias, los disgustos frecuentes y ni la clase ejecutiva logra dar un servicio como los de antes. El bajo costo puede salir caro, sobre todo en la reputación basada en la expectativa, y puede pasar como con el amor, que cuando se va, no vuelve.
Claro que falta por verse si este manejo muy delgado de las finanzas a costa de los servicios es transitorio y qué impacto tendrá hacia adelante, pues hoy se han sumado otros factores determinantes como el acceso digital y la proliferación de aplicaciones que han ayudado a que el turista sea más independiente, a tener un abanico mayor de posibilidades y a armar sus propios itinerarios.
Las compañías de bajo costo tuvieron su “boom” después del primer lustro de este siglo, y pese al efecto “Torres gemelas” se mantuvieron en positivo ya que consiguieron superar con éxito la crisis y se abrieron paso aumentando su rentabilidad porque podían mantener atractivas tarifas, se cobijaban en aeropuertos alternos y estaban menos vulnerables a las amenazas de seguridad.
A su turno, las empresas tradicionales comenzaron a revisar los costos y a evaluar nuevas opciones. Hoy en día resulta difícil encontrar aerolíneas que operen según el formato tradicional, se acabó la diferenciación en los servicios. La parálisis por la pandemia, el aumento en el precio de los combustibles y el fin del IVA y de los incentivos en el caso colombiano propició la estandarización de los servicios a la baja.
Hay que entender la lógica de las coyunturas, pero también hay que ver cómo estimular la conectividad y contribuir a mejorar los servicios. El Gobierno se ha planteado el reto de llegar a los siete millones de turistas extranjeros y esto se logra con infraestructura adecuada, oferta mejorada, personal capacitado, seguridad en los destinos y aerolíneas competitivas. De momento anunció la llegada de nuevas aerolíneas y también la construcción de una pista aérea internacional en el norte de La Guajira, y otras en Tolú y en el Guaviare (en las cercanías de Chiribiquete) y en Buenaventura.
Todo suma, pero lo que vemos son apenas paliativos que no resuelven los problemas de fondo; seguimos sin ver una política integral para el turismo y un compromiso real y tangible para su futuro. De momento lo que tenemos es que los pasajes son caros y el servicio de bajo costo.
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